La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se encuentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.
(Augusto Monterroso)
Estoy leyendo algunos cuentos de Silvina mientras tomo de forma suave la mano de Pilar. A veces coge mis dedos como para no soltarme, quiere agarrarse fuerte a nosotros, como quien está a punto de caer desde una cornisa al vacío. Se está apagando. Ahora sí. Llevamos escuchando toda la semana que no esperemos que pase de esta noche. Así que cada vez que me despido de Pilar pienso que es la última. Cómo puedo ser tan egoísta y querer retenerla. Hasta hace poco era una bolsa, desde hace una semana es un vegetal. Todos sabemos que lo mejor es que se duerma y, a pesar de todo, cada minuto con ella está siendo un regalo. Los médicos no se explican tanto aguante: “tiene el corazón fuerte”, dicen, y a nosotros nada de eso nos sorprende.
Resulta imposible no decirle ciertas cosas, decírselas todo el tiempo, la doctora comenta en un susurro que estar en coma sigue siendo un misterio para todos, un estado de sueño en el que nadie puede asegurar que Pilar escucha. Yo le hablo igual, precisamente porque nadie puede asegurarme que Pilar no escucha. Le acaricio el pelo (nuestro juego favorito) y le digo que está tan guapa como siempre. No es mentira, hay cosas que no se dicen por decir: yo he visto cómo le brotan las lágrimas o cómo parpadea con los ojos cerrados. Lo mismo mueve el pie o el brazo, se revuelve como si no estuviera conforme con lo que le ha tocado vivir últimamente. Le decimos lo guapa que está, que la queremos, que permanecemos a su lado, que no la dejaremos sola ni un solo instante. Pienso que esa mujer parece imposible por su fortaleza. Mi último beso es en sus manos hinchadas y blandas.
Todas las noches he soñado con Pilar. Me despierto cada dos horas, tres o cuatro veces en la madrugada. Sueño con Pilar llorando, con Pilar despidiéndose desde el balcón cuando le hacía visitas los domingos, con nuestros gestos de complicidad, despeinándola o hablándole de todas las novias que nunca tendré. Sueño con hospitales donde todos los pasillos son el mismo pasillo. Sueño de forma difusa con la respiración leve de Pilar, con su fragilidad y con una silla de ruedas que ya no ocupa nadie. Cada dos horas, tres o cuatro veces. Todas las noches.
La abuela ha muerto. Lo dice papá entrando en la habitación y casi tirando la puerta abajo. Todo sucede rápido, como en una película mal contada, hacemos el camino en coche (el mismo camino de la última semana todos los días) en silencio, escuchando el noticiario en la radio. Creo que papá y yo pensamos cosas parecidas, estamos recordando todo lo compartido con Pilar. Quizás los últimos siete días nos han hecho más fuertes, quizás simplemente nos han hecho menos egoístas y hemos aprendido a decir adiós. Papá lleva americana y se ha afeitado. Son los signos que aprendí de él y que me gusta hacer míos; a su manera piensa que, en ciertas situaciones, uno tiene que llevar americana y afeitarse. Son señales que aprendemos y perpetuamos. Es como el capitán que obliga a los oficiales a ponerse la corbata para cenar cuando llevan todo el día sucios y con ropa de camuflaje, rodeados de heridos o de muertos, pero luego cenando con corbata. Cuando murió el abuelo, papá llevaba americana y estaba recién afeitado. Es su manera de preservar la poca humanidad que queda entre nosotros.
La mujer más guapa del mundo está en la cama con los ojos cerrados. Hay quien piensa que la muerte es cuando los ojos se convierten en párpados. No hace ni una hora que Pilar es sólo párpados. Tiene todo el cuerpecito cubierto menos el rostro. Las sábanas parecen recién puestas. Le acaricio el pelo. Una de sus hijas entra en la habitación y esconde la cabeza sobre su pecho. La señora que ocupa la 313 B lee revistas al otro lado de la cortina. Ahora no tendrá visitas nocturnas que le molesten a la hora de dormir -me asusta pensar cosas así- pero en cierta manera todos sabemos cuándo es bueno hacerse invisible detrás de la cortina que divide la habitación en dos. Una mujer se ha dejado un paraguas en el cuarto de baño. Después, una enfermera nos pide con delicadeza que salgamos de la habitación.
La abuela nos contaba siempre la misma historia: que conoció al abuelo en un entierro, el padre del abuelo era el “tío forastero” y el abuelo enseguida fue bautizado en Torrero como “el forasterico”. Al abuelo todo le parecía bien, la abuela tenía más mala leche. El abuelo era flaco como un hilo, la abuela estaba tremenda y hermosa. Los dos últimos años se quedó en nada, pequeña y gastada por la vida. Decía todo el tiempo que se quería morir, que para estar así mejor se iba con el abuelo. El abuelo se jubiló siendo acomodador en los cines de la empresa Parra. La abuela sacó adelante la casa. Ella tenía más carácter que él, pero los dos eran un trozo de pan. Guardo las gafas de la yaya que aún conservan la marca de sus dedos temblorosos -son las últimas que tuvo- y quizás pueda aprender a mirar la vida a través de los cristales de Pilar. Estoy seguro de que el abuelo Lorenzo ha salido a recibirla con una de sus camisas remangadas hasta el codo, con su delgadez infinita y su cara de buena persona, la llamará “Chatica” y ella se las arreglará para echarle la bronca por cualquier tontería, “soso”, le dirá, "mas que soso" y finalmente se alejarán por los pinares de Venecia, Lorenzo con un cucurucho de helado de limón en una mano (el favorito de Pilar) y la mujer más guapa del mundo en la otra.
(En recuerdo de Pilar y Lorenzo)
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2006)
(Augusto Monterroso)
Estoy leyendo algunos cuentos de Silvina mientras tomo de forma suave la mano de Pilar. A veces coge mis dedos como para no soltarme, quiere agarrarse fuerte a nosotros, como quien está a punto de caer desde una cornisa al vacío. Se está apagando. Ahora sí. Llevamos escuchando toda la semana que no esperemos que pase de esta noche. Así que cada vez que me despido de Pilar pienso que es la última. Cómo puedo ser tan egoísta y querer retenerla. Hasta hace poco era una bolsa, desde hace una semana es un vegetal. Todos sabemos que lo mejor es que se duerma y, a pesar de todo, cada minuto con ella está siendo un regalo. Los médicos no se explican tanto aguante: “tiene el corazón fuerte”, dicen, y a nosotros nada de eso nos sorprende.
Resulta imposible no decirle ciertas cosas, decírselas todo el tiempo, la doctora comenta en un susurro que estar en coma sigue siendo un misterio para todos, un estado de sueño en el que nadie puede asegurar que Pilar escucha. Yo le hablo igual, precisamente porque nadie puede asegurarme que Pilar no escucha. Le acaricio el pelo (nuestro juego favorito) y le digo que está tan guapa como siempre. No es mentira, hay cosas que no se dicen por decir: yo he visto cómo le brotan las lágrimas o cómo parpadea con los ojos cerrados. Lo mismo mueve el pie o el brazo, se revuelve como si no estuviera conforme con lo que le ha tocado vivir últimamente. Le decimos lo guapa que está, que la queremos, que permanecemos a su lado, que no la dejaremos sola ni un solo instante. Pienso que esa mujer parece imposible por su fortaleza. Mi último beso es en sus manos hinchadas y blandas.
Todas las noches he soñado con Pilar. Me despierto cada dos horas, tres o cuatro veces en la madrugada. Sueño con Pilar llorando, con Pilar despidiéndose desde el balcón cuando le hacía visitas los domingos, con nuestros gestos de complicidad, despeinándola o hablándole de todas las novias que nunca tendré. Sueño con hospitales donde todos los pasillos son el mismo pasillo. Sueño de forma difusa con la respiración leve de Pilar, con su fragilidad y con una silla de ruedas que ya no ocupa nadie. Cada dos horas, tres o cuatro veces. Todas las noches.
La abuela ha muerto. Lo dice papá entrando en la habitación y casi tirando la puerta abajo. Todo sucede rápido, como en una película mal contada, hacemos el camino en coche (el mismo camino de la última semana todos los días) en silencio, escuchando el noticiario en la radio. Creo que papá y yo pensamos cosas parecidas, estamos recordando todo lo compartido con Pilar. Quizás los últimos siete días nos han hecho más fuertes, quizás simplemente nos han hecho menos egoístas y hemos aprendido a decir adiós. Papá lleva americana y se ha afeitado. Son los signos que aprendí de él y que me gusta hacer míos; a su manera piensa que, en ciertas situaciones, uno tiene que llevar americana y afeitarse. Son señales que aprendemos y perpetuamos. Es como el capitán que obliga a los oficiales a ponerse la corbata para cenar cuando llevan todo el día sucios y con ropa de camuflaje, rodeados de heridos o de muertos, pero luego cenando con corbata. Cuando murió el abuelo, papá llevaba americana y estaba recién afeitado. Es su manera de preservar la poca humanidad que queda entre nosotros.
La mujer más guapa del mundo está en la cama con los ojos cerrados. Hay quien piensa que la muerte es cuando los ojos se convierten en párpados. No hace ni una hora que Pilar es sólo párpados. Tiene todo el cuerpecito cubierto menos el rostro. Las sábanas parecen recién puestas. Le acaricio el pelo. Una de sus hijas entra en la habitación y esconde la cabeza sobre su pecho. La señora que ocupa la 313 B lee revistas al otro lado de la cortina. Ahora no tendrá visitas nocturnas que le molesten a la hora de dormir -me asusta pensar cosas así- pero en cierta manera todos sabemos cuándo es bueno hacerse invisible detrás de la cortina que divide la habitación en dos. Una mujer se ha dejado un paraguas en el cuarto de baño. Después, una enfermera nos pide con delicadeza que salgamos de la habitación.
La abuela nos contaba siempre la misma historia: que conoció al abuelo en un entierro, el padre del abuelo era el “tío forastero” y el abuelo enseguida fue bautizado en Torrero como “el forasterico”. Al abuelo todo le parecía bien, la abuela tenía más mala leche. El abuelo era flaco como un hilo, la abuela estaba tremenda y hermosa. Los dos últimos años se quedó en nada, pequeña y gastada por la vida. Decía todo el tiempo que se quería morir, que para estar así mejor se iba con el abuelo. El abuelo se jubiló siendo acomodador en los cines de la empresa Parra. La abuela sacó adelante la casa. Ella tenía más carácter que él, pero los dos eran un trozo de pan. Guardo las gafas de la yaya que aún conservan la marca de sus dedos temblorosos -son las últimas que tuvo- y quizás pueda aprender a mirar la vida a través de los cristales de Pilar. Estoy seguro de que el abuelo Lorenzo ha salido a recibirla con una de sus camisas remangadas hasta el codo, con su delgadez infinita y su cara de buena persona, la llamará “Chatica” y ella se las arreglará para echarle la bronca por cualquier tontería, “soso”, le dirá, "mas que soso" y finalmente se alejarán por los pinares de Venecia, Lorenzo con un cucurucho de helado de limón en una mano (el favorito de Pilar) y la mujer más guapa del mundo en la otra.
(En recuerdo de Pilar y Lorenzo)
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2006)